viernes, 25 de enero de 2019

Los Santos Inocentes

Venimos al mundo llorando, entre vísceras, y la sangre y las lágrimas de nuestra madre. Y cuando abrimos los ojos, lo primero que vemos , es la alegría en sus ojos, y sentimos su infinita ternura.
Bajo el Sol, el Sol de la mañana, de un sábado por la mañana, rozamos con nuestros deditos, nuestros deditos pequeños, que huelen a niño, a niño recién nacido, la felicidad que a nuestros antepasados les prometió un ángel bendito. Y es en ese lugar, allá donde hoy habita el olvido, donde empieza a latir nuestro corazoncito.
Como un niño muerto, un niño muerto en una profunda y oscura cueva, en las entrañas de la Tierra, volvemos a abrir los ojos, para sentir de nuevo el corazón latiendo, y así, gimoteando, gateando, como el que escribe un poema, vamos rasgándonos las vestiduras, para conocer el sabor de tu llanto.
Como un niño muerto, como un niño muerto en una cueva profunda, con los ojos abiertos y su pequeño corazón latiendo, sentimos el amor de una mujer, de una madre, de una Reina,
Esa Reina, esa mujer, esa mujer que nos mira.
Y nos susurra al oído, que nada está perdido.
Porque el tiempo, ese pesar pesaroso que nos aplasta al recordar los días perdidos, se convierte en una capa, en un manto que ya no puede ni agitar el viento.
Y es cuando tu amor, otra vez con los ojos abiertos, nos aleja del miedo y rasga los silencios.
Rasga, destruye, pisotea el silencio.
El silencio, la nada de un niño muerto en lo más profundo de una cueva negra.
Así es el corazón del Hombre, un corazón que late a pesar de los pesares, de los pesares pesarosos, y de todo aquello que nos hace anhelar el Cielo.
Para espantar los malos pensamientos y alejarnos de las personas que no tienen sentimientos.