Libra
mi alma de la espada, mi única vida de las garras del perro. Sálvame de la boca
del león y de los cuernos de los unicornios; respóndeme. Hablaré de tu nombre a
mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré.… (Salmos del Rey David 22:21)
¡Quintilio
Varo, devuélveme mis legiones! clama el Emperador, Octavio Augusto, en la
inmensidad de su Palacio de Mármol, mientras se da con la cabeza contra las
puertas, tirándose de los pelos, rasgándose las vestiduras, su blanca túnica de
Patricio, soñando con los estandartes perdidos...
Las
Águilas de oro, perdidas a los pies de Arminio, en la batalla del Bosque de
Teutoburgo, cuando 15.000 romanos cayeron a los pies de las Hordas bárbaras que
dos mil años después levantaron el Tercer Reich...
Y
mientras, en Egipto, las tres pirámides se alinean con las estrellas, porque
unos años antes, en un establo de Belén, en la provincia de Judea, había nacido
un niño que cambiaría el mundo para siempre...
Ese
era el grito de angustia del gran Emperador, el César, que resonaba en los Atrios del Cielo, mientras el Niño se perdía y era encontrado en el Templo.
¿Por
qué me buscábais?
Cuando
María no sabía dónde estaba.
Aún
resonaban los ecos de la derrota de Augusto, ya muerto,
No
lejos estaba el bosque donde se decía que los restos de Varo y de sus legiones
quedaron sin sepultura. A Germánico le vino el deseo de tributar los últimos
honores a Varo y a sus soldados. Esta misma conmiseración se extendió a todo el
ejército de Germánico, pensando en sus parientes y amigos, en los azares de la
guerra y en el destino de los hombres. En medio del campo blanqueaban los
huesos, separados o amontonados, según que hubieran huido o hecho frente. Junto
a ellos yacían restos de armas, y miembros de caballos y cabezas humanas
estaban clavadas en troncos de árboles. En los bosques cercanos había altares
bárbaros, junto a los cuales habían sacrificado a los tribunos y a los primeros
centuriones.
Roma
se cobró su venganza.
Y
hoy primer sábado del mes, del mes de Agosto, el mes de Augusto, aún se pueden
sentir los rugidos del León herido.
Sálvanos
Señor, de los Arminios que hayan de venir, y del encarnizado César que implora
venganza por sus legiones perdidas.
Pues
dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Nada
hay en el mundo, ni hombre ni diablo ni cosa alguna, que sea para mí tan
sospechoso como el amor, pues éste penetra en el alma más que cualquier otra
cosa. Nada hay que ocupe y ate más al corazón que el amor. Por eso, cuando no
dispone de armas para gobernarse, el alma se hunde, por el amor, en la más
honda de las ruinas.
Como
dice el Eclesiastés, Adso "Más amarga que la muerte es la mujer"
Qué tranquila seria la vida sin amor, Adso, qué tranquila y qué insulsa.
El
León, desde la Torre de la Libertad, en la Ciudad de Nueva York, al contemplar
la inmensidad del océano, abre de nuevo sus fauces, mientras los destellos de
sus colmillos de marfil, recorren, entre reflejos, al lomo de los delfines, el
ancho y largo de los mares del mundo, bramidos que golpean todas las esquinas
de la Tierra.
Y
en el Cielo, las estrellas, esperan para alinearse de nuevo, dibujándose en la
matemática perfecta de los triángulos que se levantan a las orillas del Nilo...
Delineando
el camino interplanetario, que en el Espacio Profundo, marca el Sendero,
construido con palabras que ahora conocemos, hacia ese infinito que se llama
Vida Eterna...
Aún
puedo oír al César aullar, pues todo lo que queda de una rosa muerta es su
nombre...
¿Serán
otra vez los Tribunos de Roma sacrificados en los altares bárbaros en esta
tierra de Caín?
¿O
quizás las palabras del Niño en el Templo nos salvarán del Fuego?
Cerbero,
fiera cruel y aviesa,
con
sus tres golas caninas ladra
sobre
la gente aquí inmersa.
Ojos
bermejos, unta y negra la barba,
amplio
el vientre, y uñosa tiene la zarpa,
a
los espíritus clava, destroza y desgarra.
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